miércoles, 1 de abril de 2009

Cenizas


Cabalgaba el frío por las calles desde primera hora de la mañana haciendo temblar las manos de los más viejos del lugar. Él, ataviado con uno de sus más singulares sombreros, recibía la mañana con los brazos abiertos, decidido a darse su particular paseo matutino, sin prisas, oliendo el dulce aroma de las cafeterías del pequeño barrio de Entrevías.

Se había levantado como cualquier otro día en su rutinaria vida, con una sonrisa en los labios y un canto en la garganta aflamencado por sus raíces andaluzas. Encendió la radio del comedor, al mismo tiempo que se preparaba el desayuno, mientras escuchaba el carrusel de voces que se atropellaban hasta definirse en su tímpano. Con una mueca, decidió cambiar de emisora, hoy no tenía el día para la política. Caminó hasta su habitación para estirar su cama, no sin antes abrirse paso por un camino enmarañado de chismes y aparatos que venía recogiendo desde hacía unos años. En la última etapa de la vida de un hombre, en su vejez, le aficionaba arreglar pequeños aparatos que encontraba en las basuras, rotos, destartalados, para hacerles recobrar la chispa que volvería hacerlos funcionar. Finalmente, decidió poner rumbo a la que venía siendo su amiga desde hacía tiempo: la calle. No tardó en percatarse de que hacía un frío extremadamente intenso, por lo que se abrigó con más ahínco, resguardandose las facciones de su cara, protegiendo un rostro que había sido deseado en otra época. Caminó hasta que desistió, regresando al hogar que tantas satisfacciones y desgracias le había causado.


Nada más llegar, acudió a su habitación a encender un pequeño radiador para calentar el resto de la casa. Mientras tanto, acudió al resto de las habitaciones de la casa para intentar poner un poco orden ante la situación caótica en la que estas se encontraban, al mismo tiempo que daba un repaso por la cocina. Fue aquí donde empezó a oler lo que más tardíamente se le avecinaba, el infierno se había dibujado en la habitación del radiador, humo y fuego gobernaban gracias a una chispa maldita que decidió que había llegado la hora de terminar con su vida. En su intento desesperado por salvar sus cosas, su historia, su vida, tiró de mantas para sofocar el incendio, lo que provocó que este se avivara más paseandose a su antojo por el comedor, conectando con cada elemento tóxico que encontraba, desgarrando recuerdos colgados de las paredes, sumiendo en el caos a una mente ya de por sí trastornada. En su último recurso, se refugió en el lugar menos afectado de la casa, pidiendo auxilio a gritos a través de su ventana, durante veinte eternos minutos. Al escuchar ruidos en el otro extremo de la casa, cuando vió un rayo de esperanza al ver que los bomberos llegaban, llegó como pudo al pasillo que daba lugar a la puerta de salida.


A veinte kilómetros de alli, un chico de unos diecinueve años vivía su rutina diaria, entre andenes y sonrisas. Un chico que tiembla cada vez que ve el cielo nublado y un frío intenso le roza la cara, que se enerva cuando oye el ruido de las sirenas, que retiene el olor en sus dedos de las fotografias abrasadas para el resto de sus días.