lunes, 23 de junio de 2008

El mini y yo


Hace apenas unos días, el 12 de Junio de 2008, mi recién conocido compañero de Selectividad, Miguel, aceptaba la invitación de tomarnos una copa en la cafetería de la facultad de Químicas. Eran las doce de la mañana, el sol sonreía radiante a los estudiantes que acaban de terminar sus exámenes tras tres días de intensos nervios, sufrimientos y en el peor de los casos, agonías. Acabábamos de terminar nuestro último examen con una actitud positiva, pensando en el botellón que íbamos a realizar posteriormente, pero por una circunstancia o por otra, terminamos haciendo la guerra por nuestra cuenta. En el camino hacia la facultad de Derecho me encontré rodeado por un mundo de caras desconocidas, gente que iba y venía con gestos alegres y tristes, sonrisas conmovedoras y apabullantes, carcajadas sonoras y desternillantes, pero sin duda lo que más me llamaba la atención era la expresión de mi nuevo compañero de faenas, el cual se dirigía a mi con toda la amabilidad que era capaz de demostrar, intentando ganarse mi confianza y comentándome las batallas que había tenido a lo largo de su vida. Se llama Miguel Ángel, tiene 31 años y no creo que vuelva a tener contacto con él, salvo algún correo que otro desde su puesto de trabajo. Su historia resultaba un tanto caótica, entre otras cosas había decidido volver a estudiar por una apuesta que tenía pendiente consigo mismo, algo sin duda muy admirable. Al llegar a Derecho, comprobamos que los maderos se habían hecho con la zona, por lo que tuvimos que cambiar el rumbo a la facultad de Químicas, la cual no dista mucha distancia desde dicho lugar. Miguel compartió conmigo durante ese trayecto sus inquietudes sobre el deporte y concretamente sobre el fútbol, pues lo practicaba con asiduidad como un servidor. Al entrar en la cafetería, me permití el lujo de invitarle a lo que gustase, y en su caso eligió un zumo de uva (tenía que conducir después) mientras que yo me decanté por el clásico mini de vino y Coca-Cola (Kalimotxo dirían en vasco). Todo transcurrió con normalidad hasta que una inoportuna llamada hizo que mi compañero me abandonara, lo que provocó el hecho de quedarme solo en una cafetería rodeada de gente desconocida con un mini lleno "hasta las orejas" de vino -vaya, pensé ¿y ahora que hago...?-

Transcurrieron quince minutos de larga duración durantes los cuales dí un repaso a los días anteriores, a las semanas largas terminadas y al curso que acababa de finiquitar. Dicha reflexión me hizo recordar el hecho de que en su día me equivoqué de modalidad, lo cual había retrasado mi formación de bachiller, y a la postre, la universitaria, pero todo había terminado ya, para bien o para mal. Fuerons unos minutos bien aprovechados, en los cuales me limité a pensar que sería de mis próximos objetivos, los cuales aún los tengo sin identificar. Cabe destacar el hecho de que no tener una profunda vocación tiene sus ventajas - como expandir tu abanico de posibilidades en la medida de lo posible - y una desventaja evidente: la pérdida consecuente de la ilusión que podría provocarte el obtener el permiso de realizar una vocación. A priori siempre se me consideró polivalente, ambiguo en algunos casos, lo que siempre me ha permitido establecer enlaces en las distintas ramas que nos ofrece la vida.

Finalmente, tras esta pequeña y profunda reflexión, he caído en la cuenta de que no debo arrepentirme de lo que hice, pues de alguna manera me ha dado grandes cosas, al igual que me ha cerrado otras tantas puertas que quizás algún día puedan abrirse. En lo personal comienzo una nueva etapa que a día de hoy no sé por donde desembocará, pero puedo asegurar que la voy afrontar con toda la ilusión posible. Siempre quise ir a la universidad y por fín lo he conseguido.

Pronto, mucho más.