sábado, 29 de diciembre de 2007

El castigador errante

No encontró un motivo para su disculpa. Una vez más, se vio enredado entre asuntos que creía tener olvidados, el azote incesante que nunca iba a dejarle morir tranquilo. El aroma del pasado volvía a acariciarle su frente, envejecida por el paso del tiempo, mientras leía y releía aquella carta una y otra vez, junto al fuego de la chimenea, sentado como tantas otras noches en su mecedora, donde tantos puros había degustado con el dulce sabor que da la tranquilidad del deber cumplido, pero esta vez era distinto.

Era una bonita noche del verano de 1989 cuando leyó aquella carta por última vez. Se levantó de su asiento y comenzó a pasear con la mirada perdida por el salón de su casa, estaba confuso, pero al mismo tiempo entendía que tarde o temprano iba a suceder, no supo explicarse a sí mismo como había podido ser tan ingenuo de pensar que aquella etapa de su vida estaba enterrada.

Con los años, ganó madurez, aunque el seguía pensando que nunca se termina de madurar lo suficiente, por lo que solía decirle a sus más allegados, con una sonrisa en el rostro "ya me ves, sesenta años y aún aprendo". Sin duda que aquello le había cogido desprevenido, necesitaba tiempo para pensar, pero no lo tenía de su lado, "el tiempo es oro" era el lema que rigió su vida durante muchos años. Estaba tenso, las arrugas de sus expresiones faciales denotaban amargura y dolor en cada una de ellas, como si fuesen a hablar en cualquier momento, explotando finalmente por todo el tiempo que llevaban calladas. Su vida había transcurrido tranquila, sin muchos sobresaltos, solo los justos y necesarios, aquellos que los gajes del oficio consideraban oportunos, hasta que todo se truncó. Tras veinte años alejado de aquel suceso, enterrándolo en lo más profundo de su ser, llegaba esa carta que le abría las heridas como si de grietas se tratasen. Tras meditarlo profundamente, supo que no podía echarse atrás, el viento le esperaba de nuevo con los brazos abiertos. Apagó el fuego de la chimena, retiro la mecedora a su rincón y se puso en busca de sus herramientas, hacía tantos años que no las tocaba que no recordaba ni tan siquiera el tacto de estas. Las encontró, el desván siempre había sido un buen lugar para guardarlas, -en que buen estado se encuentran, pensó mientras las guardaba en su mochila- y se dirigió directamente a la cocina a por algo de comida, avanzó hacía la puerta decidido a zarpar cuando una sombra femenina le esperaba junto a ella:

- No tienes porqué hacerlo. Sabes de sobra que...

Retiró la sombra con la sutileza de un galán, abrió lentamente la puerta y la dedicó una gélida sonrisa desde el umbral:

- Sabe más el diablo por viejo, que por diablo.

Partió. La noche le esperaba fría y somnolienta, con gotas de rocío en las ramas de los árboles, como cualquier noche de verano en el macizo pirenaico. Nadie se percató del regreso del castigador errante.